viernes, 12 de agosto de 2011

Afganistán y las minas antipersonal, más que una aniquilación humana


Afganistán es uno de los países con mayor número de minas antipersonal del mundo. Desde la llegada de las fuerzas soviéticas en 1979, se han implantado sistemáticamente en todo el territorio. Tras el derrocamiento del régimen talibán a partir de la intervención estadounidense en el país y su asociación con la Alianza del Norte, Afganistán se encuentra en un contexto político confuso, complejo e inseguro. El principal motivo de esta falta de seguridad se encuentra en el hecho que Afganistán haya sufrido durante más de dos décadas una guerra.  A día de hoy, puede justificarse el uso de minas por parte de los talibanes para forzar bajas en los miembros de  la OTAN. En Afganistán, según el Programa de Acción de Minas en Afganistán (MAPA), se estima que aproximadamente el 15 % de la población, es decir, aproximadamente cuatro millones de personas,  vive en una de las dos mil comunidades en las que se encuentran minas. Un área aproximada de 700 millones de metros cuadrados.

El uso de minas antipersonal añade otro basto problema para el desarrollo del país durante y después de la guerra: no sólo una crisis humanitaria sino un gran obstáculo para el progreso social y económico del país. De acuerdo con la experiencia sobre el terreno de la Organización Mundial de la Salud, la UNICEF y la Cruz Roja América, se calcula que el coste de rehabilitación completa de una víctima de mina es de unos 9.000 dólares. Esta cifra incluye los diferentes tipos de asistencia que requiere una víctima, que son diversos y muy complejos: primeros auxilios, cirugía y cuidados posoperativos, prótesis, muletas y sillas de ruedas, rehabilitación física, asistencia a otros daños como ceguera y sordera, apoyo psicológico para combatir el estigma social de ser un discapacitado y la formación en un oficio para reintegrar a la víctima en la economía productiva. Pero el gasto para el desarrollo del país es aún mayor.  Durante un conflicto, las minas se colocan en infraestructuras estratégicas para el desarrollo económico y social de un país, como carreteras y puentes, plantas eléctricas, fábricas, centros de abastecimiento de agua o campos de cultivo.

Cuando terminan los enfrentamientos, la presencia de minas dificulta el acceso a dichas infraestructuras para repararlas o mantenerlas en funcionamiento. Como consecuencia, el abastecimiento de electricidad y especialmente el de agua son irregulares, se paraliza el funcionamiento de las fábricas y la producción agrícola, necesarias para satisfacer las necesidades de la población, el transporte de bienes y alimentos se ve obstaculizado, se produce un aumento del desempleo y un incremento de los precios debido a la escasez de productos. En una sociedad como Afganistán, donde la mayor parte de la población (el 90 %) trabaja en este sector, los agricultores ya no se atreven a adentrarse en las zonas de cultivo, acarreando así una desdeñable situación económica.

El uso de minas antipersonal en un conflicto, supone siempre hacer pagar a la población, por lo menos, dos veces el precio de la guerra. En Afganistán, se está haciendo frente a una múltiple devastación dada su situación de conflicto permanente, agravando su  dependencia a la ayuda humanitaria y financiera internacionales. Ayuda que puede prolongarse durante décadas.

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