Afganistán es
uno de los países con mayor número de minas antipersonal del mundo. Desde la
llegada de las fuerzas soviéticas en 1979, se han implantado sistemáticamente
en todo el territorio. Tras el derrocamiento del régimen talibán a partir de la
intervención estadounidense en el país y su asociación con la Alianza del Norte,
Afganistán se encuentra en un contexto político confuso, complejo e inseguro.
El principal motivo de esta falta de seguridad se encuentra en el hecho que
Afganistán haya sufrido durante más de dos décadas una guerra. A día de hoy, puede justificarse el uso de
minas por parte de los talibanes para forzar bajas en los miembros de la OTAN. En Afganistán, según el Programa de
Acción de Minas en Afganistán (MAPA), se estima que aproximadamente el 15 % de
la población, es decir, aproximadamente cuatro millones de personas, vive en una de las dos mil comunidades en las
que se encuentran minas. Un área aproximada de 700 millones de metros
cuadrados.
El uso de minas
antipersonal añade otro basto problema para el desarrollo del país durante y
después de la guerra: no sólo una crisis humanitaria sino un gran obstáculo
para el progreso social y económico del país. De acuerdo con la experiencia
sobre el terreno de la Organización Mundial de la Salud, la UNICEF y la Cruz
Roja América, se calcula que el coste de rehabilitación completa de una víctima
de mina es de unos 9.000 dólares. Esta cifra incluye los diferentes tipos de
asistencia que requiere una víctima, que son diversos y muy complejos: primeros
auxilios, cirugía y cuidados posoperativos, prótesis, muletas y sillas de
ruedas, rehabilitación física, asistencia a otros daños como ceguera y sordera,
apoyo psicológico para combatir el estigma social de ser un discapacitado y la
formación en un oficio para reintegrar a la víctima en la economía productiva.
Pero el gasto para el desarrollo del país es aún mayor. Durante un conflicto, las minas se colocan en
infraestructuras estratégicas para el desarrollo económico y social de un país,
como carreteras y puentes, plantas eléctricas, fábricas, centros de
abastecimiento de agua o campos de cultivo.
Cuando terminan
los enfrentamientos, la presencia de minas dificulta el acceso a dichas
infraestructuras para repararlas o mantenerlas en funcionamiento. Como
consecuencia, el abastecimiento de electricidad y especialmente el de agua son
irregulares, se paraliza el funcionamiento de las fábricas y la producción
agrícola, necesarias para satisfacer las necesidades de la población, el
transporte de bienes y alimentos se ve obstaculizado, se produce un aumento del
desempleo y un incremento de los precios debido a la escasez de productos. En
una sociedad como Afganistán, donde la mayor parte de la población (el 90 %)
trabaja en este sector, los agricultores ya no se atreven a adentrarse en las
zonas de cultivo, acarreando así una desdeñable situación económica.
El uso de minas
antipersonal en un conflicto, supone siempre hacer pagar a la población, por lo
menos, dos veces el precio de la guerra. En Afganistán, se está haciendo frente
a una múltiple devastación dada su situación de conflicto permanente, agravando
su dependencia a la ayuda humanitaria y
financiera internacionales. Ayuda que puede prolongarse durante décadas.
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